Los grandes museos del mundo sufren continuas presiones de esa moderna Inquisición que es la corrección política. Como una hidra, la corrección política tiene muchas cabezas, se manifiesta con todo tipo de cortapisas a la libertad. En el Metropolitan Museum de Nueva York sus patrones, los jeques del petróleo, exigen que se retiren pinturas de desnudos «lujuriosos», y el Museo de América de Madrid está sometido a una ofensiva para su «descolonización», lo que dado que se trata de un museo antropológico que recoge objetos del antiguo Imperio español, supondría sencillamente el cierre.
Dentro de este desazonador panorama, quizá la menos letal de las exigencias sea la de tener que destacar el arte realizado por mujeres, lo haya o no. Hace no mucho un joven periodista interpeló al director del Prado en una rueda de prensa que no tenía nada que ver con el tema: «¿Qué pinturas femeninas van a comprar con el presupuesto de este año?». Miguel Falomir, que es un viejo zorro, le contestó: «No puedo concretar, porque en cuanto el Prado da señales de interesarse por una obra, sube su precio». Al Prado le pasa lo mismo que al Real Madrid.
La riqueza de nuestra pinacoteca nacional es, sin embargo, tan apabullante, que el Museo del Prado puede satisfacer las exigencias de la política de género sin perder el nivel de sus grandes obras en exposición. El Prado posee cerca de medio millar de pinturas o dibujos realizados por mujeres, entre las que están nombres de mérito como Sofonisba Anguissola y su hermana Lucía, Artemisa Gentileschi, Clara Peeters, Madame Vigée-Lebrun o María Blanchard. Es poca cosa comparada con la obra total del mejor museo del mundo, pero es lo que hay, y lo cierto es que las exposiciones «de pintoras» han mantenido el nivel de las muestras del Prado.
La primera exposición femenina tuvo lugar en 2016, fue El arte de Clara Peeters, impulsada y comisariada por Alejandro Vergara, que descubrió un autorretrato oculto en un reflejo en uno de los bodegones de esta pintora flamenca del siglo XVII. En 2019, el rutilante año de su Bicentenario, entre la catarata de grandes exposiciones que nos ofreció el Prado, estuvo Historia de dos pintoras: Sofonisba Anguissola y Lavinia Fontana, una potente muestra que desplegó la obra de una figura de la corte de Felipe II que, dado su estatus noble como dama de honor de la reina, no podía aparecer como pintora profesional, pero que nos dejó pinturas como el más icónico retrato de Felipe II.
Este año el Museo del Prado ha encontrado una fórmula feliz para apaciguar las exigencias de género, El Prado en femenino, que no es una exposición, sino tres, que se van desarrollando a lo largo de 2024. No se trata de pinturas realizadas por mujeres, sino de retratos de las Promotoras artísticas de las colecciones del Museo, como dice el subtítulo de la exhibición. Teniendo en cuenta que el núcleo fundacional y todavía lo más substancial y maravilloso del Prado es lo que fue colección real española, esas Promotoras… fueron en realidad reinas o princesas de la Monarquía Hispánica. Ahora se llamarían «mujeres empoderadas», aunque sin necesidad de usar palabras alambicadas podemos decir «mujeres con poder». Pero que con mucho poder.
Naturalmente, El Prado en femenino empieza con Isabel la Católica, que no solo resalta entre las reinas de nuestra Historia, sino entre todos los reyes de España, del género que fuesen. Isabel la Católica, de quien el Prado exhibe una pequeña vera imagen, obra de un anónimo neerlandés, sentó las bases de la unidad nacional, culminó la Reconquista y patrocinó el Descubrimiento de América… ¿qué más podría hacer un soberano? Pues lo hizo, ya que fue la iniciadora de la colección real de pintura, pues era amante de la pintura flamenca y reunió un gran número de tablas de Van de Weiden, Memling, Dieric Bouts e incluso del italiano Botticelli.
María de Hungría, la gran coleccionista
En la misma línea de gobernante enérgico y capaz está la nieta de Isabel la Católica, doña María de Austria, llamada María de Hungría por su matrimonio con el rey magiar. Doña María rigió los Países Bajos durante 25 años en nombre de su hermano, Carlos V y fue la responsable de que la colección real diese un salto cualitativo, pues pese a la distancia de Bélgica a Venecia descubrió a Tiziano y lo convirtió en su pintor de corte. En su testamento, doña María legó su importante colección a Felipe II, gracias a lo cual el Prado tiene la mayor y mejor colección de Tiziano del mundo, uno de los triunfos que le dan la preeminencia en el planeta de la pintura. Doña María aparece en esta exposición no pintada, sino esculpida en dos obras de los Leoni, escultores favoritos de Carlos V y Felipe II.
Otra de las grandes damas de la Casa de Austria fue la infanta Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II. Tenía en grado sumo el carácter, la inteligencia y la habilidad para gobernar de las que carecía su hermano Felipe III, aunque la corona la heredaría este príncipe bonachón e incapaz. Si hubiese reinado ella en vez de él, quizá la Historia de España habría tenido otro rumbo.
Para aprovechar políticamente la valía de Isabel Clara Eugenia, Felipe II le legó los Países Bajos, primer problema de la Monarquía Hispánica, que llevaban ya treinta años de guerra interna cuando ella se convirtió en su soberana, compartiendo el trono con su marido el archiduque Alberto de Austria. Enseguida logró una tregua que durante doce años trajo la paz y la prosperidad a los Países Bajos. Naturalmente, siendo esa nación la más culta de Europa, la infanta se convirtió en protectora de las artes, teniendo como pintores de corte a Rubens y a Van Dyck, nada menos.
Isabel Clara Eugenia envió a Madrid numerosas pinturas desde aquella capital del arte europeo que era Flandes, muchas como regalos familiares, pero también actuando como «agente» de la reina Isabel de Borbón, casada con su sobrino Felipe IV. Isabel de Borbón no era como las anteriores figuras citadas una gobernante con poder propio, pero representa a otro tipo de «promotora artística», el de la consorte que atesora una colección de arte. Concretamente, encargó a su tía política numerosas compras de arte flamenco para decorar la Torre de la Reina del Alcázar Real de Madrid, y gracias a ella disfrutamos hoy en el Prado de las deliciosas escenas campesinas de Jan Brueghel el Viejo.
Entre todas estas mujeres de la realeza española, naturales de España o venidas para casarse con nuestros reyes, hay una «promotora» que no pertenece a la Monarquía Hispánica, aunque sí mantuvo unos vínculos con ella que supusieron un terremoto político para Europa: la reina Cristina de Suecia. Hija única de un rey guerrero como Gustavo II Adolfo, su padre la educó como a un hombre, lo que significa que no sólo montaba a caballo, manejaba la espada y vestía como un hombre -y mantenía relaciones lésbicas con damas de la corte sueca- sino que también recibió una buena educación como la que recibían los príncipes varones destinados a reinar.
Por diversas razones -entre ellas la seducción que ejerció don Antonio Pimentel, guapo embajador de España en Estocolmo- la reina Cristina se hizo hispanófila, pese a que Suecia y España estaban enfrentadas en la Guerra de los Treinta Años. Abdicó, se escapó de Suecia en una operación montada por el espionaje español, y reapareció en los dominios españoles, en Flandes, donde puesta bajo la protección de Felipe IV abrazó formalmente el catolicismo.
La reina Cristina hizo regalos artísticos muy notables a Felipe IV. Gracias a ella tiene el Prado la obra maestra de Durero, la pareja de tablas de Adán y Eva. Pero quizá su contribución más notable al Prado fue la colección de escultura romana que reunió durante su exilio dorado en Roma. Isabel de Farnesio, esposa de Felipe V, fue otra consorte aficionada a comprar buen arte, como Isabel de Borbón, y en 1724 compró la colección de escultura de Cristina de Suecia, ya fallecida. Destinada en principio al Palacio de la Granja, un siglo después se incorporó al Prado, donde constituye lo esencial de su colección de escultura clásica.
Durante mucho tiempo hubo en el Museo del Prado una sala dedicada a Cristina de Suecia, que desapareció, como tantas obras notables, cuando metieron con calzador el Museo de Arte Moderno en el Prado. Ahora se ha vuelto a hacer justicia a la soberana sueca, porque esta segunda entrega de El Prado en femenino culmina con el extraordinario retrato ecuestre de Cristina que le envió a Felipe IV, obra de Sébastien Bourdon. Está expuesto en la Sala de las Musas, donde se exhibe precisamente lo más notable de la colección de escultura clásica de Cristina, y es de esperar que permanezca ahí después de terminada la exposición de El Prado en femenino.